La negación de San Pedro
¿Qué hace Dios ante ese infinito mar de anatemas
que todos los días asciende hasta sus queridos Serafines?
Como un tirano harto de viandas y de vinos,
se duerme al dulce son de nuestras horribles blasfemias.
Los sollozos de los mártires y de los ajusticiados
son sin duda una sinfonía embriagadora,
ya que, a pesar de la sangre que cuesta su voluptuosidad,
¡los cielos no se han saciado aún!
¡Ah Jesús!, recuerdas el monte de los olivos!
En tu simplicidad rezabas de rodillas
a aquel que en su cielo se reía del ruido de los clavos
que en tus carnes hincaban los innobles verdugos,
cuando viste escupir en tu divinidad
la chusma de guardias y cocineros,
y cuando sentiste hundirse espinas
en tu cráneo donde vivía la inmensa Humanidad;
cuando el horrible peso de tu cuerpo quebrado
alargaba tus brazos distendidos, y tu sangre
y tu sudor corrían por tu pálida frente,
cuando fuiste mostrado ante todos como un blanco,
¿pensabas en aquellos días tan brillantes y hermosos
en que viniste a cumplir la eterna promesa,
cuando recorrías, montado en una mansa pollina,
los caminos alfombrados de flores y de ramos,
cuando con el corazón henchido de esperanza y valor,
azotabas con fuerza a viles mercaderes,
en fin, cuando fuiste maestro? ¿Es que el remordimiento
no hirió tu costado más aún que la lanza?
–En cuanto a mí, saldré en verdad satisfecho
de un mundo en el que la acción no es la hermana del sueño,
¡ojalá mate a espada y por espada muera!
San Pedro negó a Jesús... ¡bien que hizo!