Jesús vacila, busca el camino por donde
ha de llevar las palabras y lo que le sale
no es la larga explicación necesaria,
sino una frase para ganar tiempo,
si es que no resulta más exacto decir perderlo.
José Saramago
Eran las dos y media de la tarde cuando estaba parado en la esquina de Tacuba y Eje Central. El sol caía de lleno sobre el pavimento y el techo de los edificios. Las sombras se proyectaban a lo largo de la calle y hacían un juego simétrico de claros y oscuros. Debía ver a un amigo, a las tres, en el restaurante de esa esquina. Me encaminé hacia la Plaza Manuel Tolsá, encendí un cigarro y el humo fue a confundirse con el olor a incienso que salía de los puestos ambulantes a un costado de El Caballito. Miré el pasar del mundo y, con la intención de entretener el tiempo, intenté hacer una historia de las primeras personas que pasaran y llamaran mi atención. Vi, entonces, una procesión de estudiantes uniformados. Para cruzar la calle se alinearon en la orilla de la banqueta alrededor de veinte niños vestidos con pantalón o falda gris y suéter verde. Iban tomados de la mano por parejas conformadas por sexos opuestos. “Juan, cuidado, no te sueltes de tu compañera”, gritó una maestra, y el niño avergonzado lo único que deseaba era soltarse, porque quien iba a su lado le había dicho “qué asco, te sudan las manos”, pero lo que ella no sabía es que al niño sólo le sudaba esa mano de la cual iba tomada, porque ella era la causa de la mano húmeda, de los pasos torpes, del ensueño nervioso, porque lo obligaron a tomarse de la mano de esa niña, la que le gustaba desde hace mucho tiempo y a la cual nunca se hubiese atrevido a acercársele. Esta pequeña historia de amor infantil habría podido ser real, pero la inventé simplemente para presionar los veinte minutos que aún faltaban. Sin embargo, poco tiempo después me percaté de que las cosas no se buscan ni se inventan, las grandes historias llegan solas.
Crucé la acera junto con la bandada de niños y fui a meterme al Callejón de la Condesa. De un lado y de otro se extendían grandes hileras de libros, en el suelo o sobre mesas bajas. Había desde libros de recortes para niños hasta ediciones empastadas en cuero de enciclopedias viejísimas. Inicié por la derecha buscando algo, nada en particular sino cualquiera que pudiera interesarme, y en esa búsqueda encontré algo que no tenía que ver con letras impresas.
Una pareja de adultos, que también habían decidido iniciar por el lado derecho del callejón, muy cerca de mí, se inclinaban para mirar. Se pararon a mí lado y en ese momento sentí que algo bajo pasó y rozó el costado de mi pierna. Volví la mirada hacia la izquierda y hacia abajo. Era un niño que estaba entre los cinco y los siete años. “Mira ése, ¿ya lo leíste?, está muy bueno”, dijo la mujer con cierto tono soberbio, y el hombre que la acompañaba asintió con un movimiento de cabeza. La mujer repitió la operación varias veces y el hombre, ya sin mirar lo que ella señalaba, afirmaba con un sí casi imperceptible o con un gesto o con el mismo movimiento que en un principio. Me percaté entonces de que él no era el padre del niño, que ella era madre soltera e intentaba iniciar una nueva relación con un hombre complaciente. Pero el niño no quería quedarse atrás, debía demostrar que él también sabía leer. Entonces se inclinaba, esforzaba la mirada e iba deletreando los títulos como quien camina en el bosque buscando las huellas de un animal en un camino cubierto por las hojas. Se quedó en un libro que tenía el título en letras doradas. El-ar-te-de-la-gue-rra, dijo el niño y volvió la mirada hacia su madre para que ella ratificara que había leído bien o lo corrigiera en caso contrario. Sí, El Arte de la Guerra, confirmó la mujer. Pero cómo el arte de la guerra, dijo el niño. La madre lo ignoró obviando, a la vez que trataba de disimular, que ese libro no lo había leído. Por qué se hace la guerra, mamá, preguntó el niño sin quitar los ojos del libro. La madre trató de explicar que se trataba de países que entraban en conflicto y entonces iniciaban una pelea y que era algo muy malo porque moría mucha gente. Por supuesto, sin acercarse en lo más mínimo a la respuesta del por qué. El niño, insatisfecho, sabía que como tantas otras veces su madre se trabaría en una serie de circunloquios que nunca contestarían nada.
Y por qué diosito inventó la guerra, sentenció el niño. Y a mí se me encresparon los nervios, porque los circunloquios, los eufemismos, toda la perífrasis del mundo no le alcanzaría para llegar siquiera a tocar con la punta de los dedos una respuesta plausible. Esa no la inventó dios, dijo la madre con ese tono que tienen ellas para poner un alto a la conversación. Pero dios inventó todo, se aferró el niño. Pero eso es cosa de los hombres malos, resolvió la mujer. A los hombres también los hizo dios, concluyó el niño. ¡Mira!, dijo la mujer y señaló un libro que en la portada tenía dibujos de caricaturas.
El niño, me atrevería a afirmar, se quedó con un hueco que su madre no pudo llenar o que llenó de aire en lugar de ocuparlo con una respuesta lógica. ¿Cómo llenar ese hueco primordial de un niño que pregunta porque busca las razones de lo que hay en el mundo? Esta madre eligió el aire; ese aire con el que se llenan los huecos de la razón y al cual se le ha nombrado: dios.
Los vi alejarse, la madre tomó al niño de la mano y recorrieron todo el callejón, quería seguirlos para continuar contando esta gran historia que se me apareció de la nada. La cabeza se me llenó de cosas, cuál era la enseñanza de esto, qué me habría dejado, cómo desmenuzarlo y plantearlo aquí. Finalmente, decidí dejarlo así, como una gran anécdota, pues ante los hechos contundentes no hay nada qué decir. Me callo, entonces.
Eran cinco para las tres, crucé la calle y entré al restaurante.
5 comentarios:
"¿Puede dios evitar el mal pero no quiere? entonces dios es maligno. ¿Quiere pero no puede? entonces no es omnipotente..."
Excelente texto, felicidades.
El Mago
Coincido, excelente texto.
Las respuestas de aire crean ateos.
Felicidades, no lo había leido.
Cierto que crean ateos, nos hace preguntarnos cada vez más, y dudar y querer saber la verdad de las cosas.
Una gran historia es como Sofia Dinorah Trejo Bac es una mafiosa de libros piratas y encima funcionaria publica de la delegación cuauhtémoc. Además de cobrar renta a los libreros del callejon condesa.
La calle no se vende es vía publica
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