Dile la verdad: el silencio, el olvido,
la podredumbre, los cabronazos.
[…] dile que también a ella
me la mataron en Tlatelolco.
Gerardo de la Torre
Hablar desde la muerte
entristece el recuerdo.
Amparo Arcos
la podredumbre, los cabronazos.
[…] dile que también a ella
me la mataron en Tlatelolco.
Gerardo de la Torre
Hablar desde la muerte
entristece el recuerdo.
Amparo Arcos
Ambos habíamos heredado un catolicismo en el cual no creíamos del todo. Algunas veces el lastre religioso se oponía a las ideas de libertad de nuestra época, a nuestro libre pensamiento, al socialismo, a la libertad sexual, al emblema del Che. Pero Magdalena deseaba casarse por la iglesia y yo no podía oponerme si tanto la amaba y si tanto me gustaba verla sonreír cuando le cumplía un capricho. Faltaban unos cuantos meses para que ambos termináramos de estudiar, o tal vez más, pues la huelga no tenía para cuándo.
Esa mañana me levanté con dolor en la espalda, sentía las piernas débiles como si hubiese corrido durante toda la noche. Me asomé a la ventana. Amanecía y en el horizonte el sol comenzaba a partir los rezagos morados de la noche. Abrí el cajón del buró y saqué todos los volantes que repartiría durante la marcha. Salí de mi casa con los volantes enrollados, bien escondidos en una gabardina vieja que ocultaba bien pero dejaba colarse el aire frío. Caminé hasta la casa de Magdalena y ella salió con el cabello recogido y la miré, allí en la puerta, tenía en los ojos un brillo tan intenso que desapareció el frío y la belleza quedó congelada en ella, Magdalena y sus ojos y su boca. No pude no besarla tantas veces como me lo permitió el tiempo, se hacía tarde y aún debíamos pasar a la iglesia para confirmar la fecha de la boda.
Entramos a la sacristía, el padre se preparaba para la misa de las siete, nos saludó entusiasmado y nos aseguró el segundo sábado de junio. No podría ser antes, en marzo, dijo Magdalena un poco asustada e inquieta. Yo no entendí por qué el cambio repentino. El padre dijo que buscaría un espacio, que pasáramos al otro día para ver si podía hacer algo.
Salimos de la sacristía y nos postramos a orar para que todo saliera bien ese día. Cuando abandonamos la iglesia, yo le pregunté a Magdalena por qué había decidido cambiar la fecha sin siquiera tomarme en cuenta. Y la escuela y los tiempos y los planes, le dije, Yo sé lo que hago, Chucho, me contestó con cierto misterio, como si se preparar para mostrarme un truco de magia nunca antes visto. Yo me quedé con la duda y traté de preguntar lo mismo en dos o tres ocasiones. Pero ella cambiaba el tema o me besaba porque sabía que cada vez que me ponía los labios encima me cambiaba las palabras por una sonrisa estúpida.
Bajamos del metro y cuando subimos las escaleras el sol me dio de lleno en la cara, comenzaba a hacer calor y yo con la maldita gabardina. De repente las piernas se me paralizaron, no pude dar un paso más y caí de boca como un saco. Magdalena se rió unos instantes y fue a ayudarme. Cuando me tendió su mano la jalé hacía mi y me cayó encima. Comenzamos a jugar en el suelo, reíamos y nos revolcábamos como dementes. La gente pasaba a los costados de nosotros, nos esquivaban y nos lanzaban miradas de extrañeza y ternura, como si miraran la primera sonrisa de un niño acabado de nacer. Tengo la certeza de que les trasmitíamos ese cariño y esa diversión enternecida que era amarnos. Nos levantamos y fuimos a reunirnos con unos compañeros.
En la plaza repartí los volantes tan rápido como pude, el ejército nos rodeaba y no quería que Magdalena estuviera tanto tiempo sola, además tenía urgencia por quitarme la maldita gabardina que comenzaba a abrasarme. Terminé y fui a buscarla. La encontré gracias a que ella levantó la mano para que la viera. Nos abrazamos. Uno de los líderes hablaba, enardecía la gente que ya no cabía en la plaza. Ahora sí, dijo Magdalena y me tomó de ambas manos, me miró a los ojos y me dijo que estaba embarazada. Sentí desfallecer, se me doblaron las rodillas y me hinqué abrazado a sus piernas. El mundo se había detenido, nunca en mis veintitrés años me había olvidado de respirar. La sensación era más intensa que cuando a los siete años miré a un mago desaparecer a mi padre. Entendí, entonces, porque esa mañana su belleza era tan límpida, tan clara como el bosque acabado de lavar por la lluvia. Ella se puso de rodillas y me besó, ambos nos levantamos, miré en el cielo unas estrellas rojas que eternizaron el instante; unas estrellas rojas que brillaron y que yo imaginé que se trataba de astros que venían a adornar la noticia, los besos, la premonición del futuro con ella y en ese mundo que nos esperaba.
Se escucharon balazos, la gente comenzó a correr, yo salí del ensueño y jalé a Magdalena del brazo y corrimos juntos, entre la revuelta no pude sentir en qué momento se soltó de mí, corrí desesperado buscándola por todos lados, siempre con la vista en alto, sin mirar el suelo, porque los que estaban allí eran cadáveres y no, Magdalena no. Fui hacia un edificio para buscarla desde las escaleras, desde lo alto, pero nada. Bajé del edificio y seguí buscándola, corriendo de un lado a otro. En eso sentí como mis piernas dejaron de soportar, un hombre con un rifle me golpeó la espalda y caí de boca. Pedí a dios, encarecidamente, que no me sucediera nada, que no le sucediera nada a Magdalena. El olor a pólvora, a sangre, a azufre me penetraba. Miré hacia un lado y hacia otro, rogué a dios encontrar a Magdalena, mirarla por última vez. Me limpié las lágrimas y la encontré tirada en suelo, estaba viva, pero un soldado la pateaba como si ella, con esa belleza, hubiese podido atreverse a hacerle algo. Magdalena gritaba de dolor, se trataba de proteger el estómago y lloraba con tal ardor que su llanto me quemaba aquí adentro, en lo más hondo. Ella también pudo verme y dejó sus ojos clavados en mí hasta que se desmayó o… Dios mío, ayúdala, grité con todas mis fuerzas.
Se lo pedimos en la iglesia y nada salió bien, entonces me percaté de que dios nada sabía de la justicia, de la libertad, de los ideales, del futuro, del amor, de la sonrisa de quienes se aman, de la sonrisa de Magdalena. Injurié a dios mientras una bala me atravesaba la cabeza.
Mario Sánchez
Esa mañana me levanté con dolor en la espalda, sentía las piernas débiles como si hubiese corrido durante toda la noche. Me asomé a la ventana. Amanecía y en el horizonte el sol comenzaba a partir los rezagos morados de la noche. Abrí el cajón del buró y saqué todos los volantes que repartiría durante la marcha. Salí de mi casa con los volantes enrollados, bien escondidos en una gabardina vieja que ocultaba bien pero dejaba colarse el aire frío. Caminé hasta la casa de Magdalena y ella salió con el cabello recogido y la miré, allí en la puerta, tenía en los ojos un brillo tan intenso que desapareció el frío y la belleza quedó congelada en ella, Magdalena y sus ojos y su boca. No pude no besarla tantas veces como me lo permitió el tiempo, se hacía tarde y aún debíamos pasar a la iglesia para confirmar la fecha de la boda.
Entramos a la sacristía, el padre se preparaba para la misa de las siete, nos saludó entusiasmado y nos aseguró el segundo sábado de junio. No podría ser antes, en marzo, dijo Magdalena un poco asustada e inquieta. Yo no entendí por qué el cambio repentino. El padre dijo que buscaría un espacio, que pasáramos al otro día para ver si podía hacer algo.
Salimos de la sacristía y nos postramos a orar para que todo saliera bien ese día. Cuando abandonamos la iglesia, yo le pregunté a Magdalena por qué había decidido cambiar la fecha sin siquiera tomarme en cuenta. Y la escuela y los tiempos y los planes, le dije, Yo sé lo que hago, Chucho, me contestó con cierto misterio, como si se preparar para mostrarme un truco de magia nunca antes visto. Yo me quedé con la duda y traté de preguntar lo mismo en dos o tres ocasiones. Pero ella cambiaba el tema o me besaba porque sabía que cada vez que me ponía los labios encima me cambiaba las palabras por una sonrisa estúpida.
Bajamos del metro y cuando subimos las escaleras el sol me dio de lleno en la cara, comenzaba a hacer calor y yo con la maldita gabardina. De repente las piernas se me paralizaron, no pude dar un paso más y caí de boca como un saco. Magdalena se rió unos instantes y fue a ayudarme. Cuando me tendió su mano la jalé hacía mi y me cayó encima. Comenzamos a jugar en el suelo, reíamos y nos revolcábamos como dementes. La gente pasaba a los costados de nosotros, nos esquivaban y nos lanzaban miradas de extrañeza y ternura, como si miraran la primera sonrisa de un niño acabado de nacer. Tengo la certeza de que les trasmitíamos ese cariño y esa diversión enternecida que era amarnos. Nos levantamos y fuimos a reunirnos con unos compañeros.
En la plaza repartí los volantes tan rápido como pude, el ejército nos rodeaba y no quería que Magdalena estuviera tanto tiempo sola, además tenía urgencia por quitarme la maldita gabardina que comenzaba a abrasarme. Terminé y fui a buscarla. La encontré gracias a que ella levantó la mano para que la viera. Nos abrazamos. Uno de los líderes hablaba, enardecía la gente que ya no cabía en la plaza. Ahora sí, dijo Magdalena y me tomó de ambas manos, me miró a los ojos y me dijo que estaba embarazada. Sentí desfallecer, se me doblaron las rodillas y me hinqué abrazado a sus piernas. El mundo se había detenido, nunca en mis veintitrés años me había olvidado de respirar. La sensación era más intensa que cuando a los siete años miré a un mago desaparecer a mi padre. Entendí, entonces, porque esa mañana su belleza era tan límpida, tan clara como el bosque acabado de lavar por la lluvia. Ella se puso de rodillas y me besó, ambos nos levantamos, miré en el cielo unas estrellas rojas que eternizaron el instante; unas estrellas rojas que brillaron y que yo imaginé que se trataba de astros que venían a adornar la noticia, los besos, la premonición del futuro con ella y en ese mundo que nos esperaba.
Se escucharon balazos, la gente comenzó a correr, yo salí del ensueño y jalé a Magdalena del brazo y corrimos juntos, entre la revuelta no pude sentir en qué momento se soltó de mí, corrí desesperado buscándola por todos lados, siempre con la vista en alto, sin mirar el suelo, porque los que estaban allí eran cadáveres y no, Magdalena no. Fui hacia un edificio para buscarla desde las escaleras, desde lo alto, pero nada. Bajé del edificio y seguí buscándola, corriendo de un lado a otro. En eso sentí como mis piernas dejaron de soportar, un hombre con un rifle me golpeó la espalda y caí de boca. Pedí a dios, encarecidamente, que no me sucediera nada, que no le sucediera nada a Magdalena. El olor a pólvora, a sangre, a azufre me penetraba. Miré hacia un lado y hacia otro, rogué a dios encontrar a Magdalena, mirarla por última vez. Me limpié las lágrimas y la encontré tirada en suelo, estaba viva, pero un soldado la pateaba como si ella, con esa belleza, hubiese podido atreverse a hacerle algo. Magdalena gritaba de dolor, se trataba de proteger el estómago y lloraba con tal ardor que su llanto me quemaba aquí adentro, en lo más hondo. Ella también pudo verme y dejó sus ojos clavados en mí hasta que se desmayó o… Dios mío, ayúdala, grité con todas mis fuerzas.
Se lo pedimos en la iglesia y nada salió bien, entonces me percaté de que dios nada sabía de la justicia, de la libertad, de los ideales, del futuro, del amor, de la sonrisa de quienes se aman, de la sonrisa de Magdalena. Injurié a dios mientras una bala me atravesaba la cabeza.
Mario Sánchez
5 comentarios:
Dios es injusto por si mismo con la humanidad, o en efecto... DIOS NO EXISTE. Somos nosotros la causa y efecto de todo (dolor, pobreza, ect)
En el hipotético supuesto de que dios, cualquier dios existiera, ¿cuál sería la diferencia si no? Recordemos aquellos de...¿puede evitar el mal mas no quiere? entonces es un dios maligno. ¿Quiere pero no puede? No es omnipotente. Saludos.
exelente !!!! jesus y magdalena, y el final muy bueno!! Eres un maldito genio!!
Esto es el llamado "ateísmo emocional". Eso no vale. Ser ateo porque dios no te dió lo que querías o porque las cosas te salieron mal o porque tienes problemas, no es verdadero ateísmo.
Porque así como un crédulo se vuelve ateo luego se puede volver
nuevamente crédulo, o irse a alguna de las tantas sectas que existen.
El ateísmo verdadero es el ateísmo racional.
Saludos.
Saludos...
Pero ¿acaso el impulso para alejarte de la fe y poder tomar una perspectiva racional no puede ser dado por hecho emocionales? Algo así como enojarse con dios, luego dudar de dios, luego darse cuenta de que tal vez todo el tiempo se estuvo en el error, luego racionalizar las cosas, informarse un poco, y por fin darse cuenta del ateísmo. Por otro lado era una narración literario ¿no?, quiero decir, al tipo al final le dan un tiro en la cabeza, así que de primera mano no creo que fuera narrada :)
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