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lunes, 19 de noviembre de 2007

FRAGMENTO DE NOVELA (TODOS SOMOS CULPABLES)

Mario Sánchez

César salió al pasillo y miró la lluvia caer estrepitosa. Se le apareció su madre entre las gotas que explotaban sobre los charcos, y en las ondas dejadas se le apareció la vez en que su madre lo había llevado a la iglesia para ponerse de acuerdo con el padre sobre su primera comunión. César se sentía entusiasmado y no por el acercamiento a dios, pues dios y Cristo y todos los santos le daban un poco de miedo. En realidad, se sentía entusiasmado porque su madre sonreía ilusionada cada vez que se hablaba de César y su primera comunión, y esos ojos brillosos como granizos eran los que habían hecho que César aceptara un año de ir cada domingo a catecismo. Pero ya se le había acabado el tiempo y ahora, mientras la gente salía de la iglesia, él y su madre caminaban en sentido contrario con la intención de alcanzar al padre y ponerse de acuerdo con la fecha. Su madre lo jaló del brazo hasta la puerta de la sacristía. Se detuvieron. A César, aún después de un año de acudir a esa misma iglesia, no podían dejar de inquietarle las figuras enormes de santos que lo miraban hacia donde él se movía, tantas veces, sin éxito, trató de ocultarse de esas miradas, aunque él ya sabía sus nombres y conocía lo que habían hecho y creía que habían sido buenas personas, aun así no dejaba de sentir un poco de temor. Pero a Cristo, la figura enorme que sangraba en una cruz de madera sobre el retablo, le era muy difícil siquiera voltear a verlo. El que está todo lastimado, decía César cada vez que le preguntaban sobre la crucifixión. Ve a jugar allá afuera, yo voy a ver lo de tu primera comunión, dijo la madre de César, y él obedeció y salió de la iglesia, buscó un pedazo de tierra e hizo un hoyo con una rama, sacó sus canicas y comenzó a jugar, algunos niños se le acercaron y lo retaron, quien lograra meter primero una canica al hoyo se quedaba con la canica del otro, y César estuvo de acuerdo. Cuántos años tienes, le dijo un niño. Ocho, contestó César y otro niño más grande se sintió con el derecho de quitarle las canicas, pero César no lo permitió y ambos comenzaron a jalonearse y a tirar golpes y patadas. Niños, estense quietos, gritó una mujer y logró separarlos. César regresó a la iglesia enojado y con la playera rota, fue directo a la sacristía, llevaba el firme propósito de decirle a su madre, ¡Vámonos, ya no quiero primera comunión ni nada, vámonos a la casa!, y todo esto dicho con voz de mando, como si él fuera el hombre de la casa que ordenaba lo que se hacía y lo que se dejaba de hacer. ¡Vámonos ahora mismo!, se quedó con ganas de decir, pues la puerta de la sacristía estaba cerrada. Adentro se escuchaban susurros, risas, voces entrecortadas. César se impacientó, pero no empujó la puerta porque su madre le había dicho que se debía tocar antes de entrar, y tocó varias veces, pero nadie respondía. Tocó más fuerte, Soy yo mamá, gritó César. Ahorita voy, dijo la madre, y después con voz más baja escuchó que las voces de adentro algo se decían como si se tratara de un secreto. Le ha de estar diciendo que me porté mal el domingo, pensó César, pero no le importó porque estaba enojado y lo único que deseaba en ese momento era irse de allí y contarle a su madre que se había peleado con un niño que intentó abusar de él, y entonces él escucharía a su madre diciendo: “No está bien que te pelees pero tampoco está bien que te dejes”, porque su madre lo aconsejaba así, con ambigüedad, excepto cuando se trataba de tocar antes de entrar o bajar los codos de la mesa o no interrumpir a los adultos, y aunque aquellos consejos no alimentaban la conciencia de César, siempre lo reconfortaba porque así él ignoraba si estaba bien o mal lo que había hecho. No aguantó más, olvidó buenos modales y empujó un poco la puerta justo en el momento en el que escuchó un gemido de su madre, y la miró en una posición extraña, como nunca antes la había visto, recostada sobre un escritorio de madera con las piernas abiertas, y el padre en medio de las piernas de su madre con el pantalón hasta los tobillos y la sotana arriba de la cintura, y la vio gemir y la escuchó cuando ella dijo, Me da pena, así no puedo, y el padre se hizo para atrás y se dirigió a la pared del fondo y descolgó un cristo y lo puso sobre una repisa con la cara y la corona de espinas frente a la pared. El padre regresó, la madre bajó del escritorio, se volteó y ofreció las nalgas y César miró como el padre la penetraba y, aunque no entendía con certeza de qué se trataba, algo frío en el pecho le quemaba como si se le hubiese atorado en la garganta un cubo de hielo, sentía repulsión por el mundo, por dios, por ese cristo contra la pared, y de todo este odio se le llenaba la cabeza, pero él no tenía la edad suficiente para ponerle palabras y mucho menos para entrar e irrumpir aquello que su madre y el cura hacían, se sintió inválido, le temblaron los pies y las rodillas y el cuerpo entero. No se quedó a mirar el final del acto, simplemente se fue a sentar en una de las bancas y miró el cristo en el retablo y sintió tanto asco que tomó una de sus canicas y se la lanzó a la cara, el sonido del golpe rebotó con fuerza por las paredes de la iglesia y César se asustó, sintió como si el eco hubiese tomado venganza, y entonces una lágrima se le escapó de los párpados. Su madre salió y César la miró a los ojos y entendió que ella ya no era la misma, que sus ojos ahora estaban llenos de lodo, que en medio de sus piernas había algo que a César le causaba el mismo temor que aquellos santos mirándolo desde los nichos. Supo también que nada volvería a ser igual, y lo supo cuando su madre trató de besarlo en la mejilla y el no pudo contestar ese beso, y así fue como César nunca volvió a sentir ganas de decirle a su madre que la quería, porque a esa edad el amor no puede fingirse. Su madre había puesto un dique inquebrantable el cual César nunca se atrevería a allanar, algo entre ellos se perdió para siempre. El padre extendió la mano para despedirse, pero César le dio la espalda, y fue esa la primera vez en su vida que miró unas manos negras, plomizas, llenas de mugre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Habrá que leer completa la novela. Por lo pronto, no cabe duda que la realidad supera a la ficción. Saludos a todos los colaboradores.