Era en la infancia cuando tenía el tiempo entero para tramar una travesura mejor que la anterior o, por lo menos, una que superara cualquiera que se les hubiese ocurrido a mis amigos. Horas enteras elucubrando cuál sería la estrategia a seguir para regalarle a mi madre otro espasmo de esos que inician con un susto, se degradan a preocupación y culminan en regaño. Recuerdo que en esa época yo tenía un cómplice, un amigo a quien quería mucho, aunque sólo me acompañaba en las bromas sin meter las manos. Ahora que lo pienso, mucho más avezado e inteligente que yo, pues a él nunca lo regañaban. Una mañana, tal vez producto de un sueño, me levanté con la mejor broma, la nunca antes vista. La que ahora sí haría enloquecer a mi madre.
Debo aclarar, antes de contar de qué se trataba la broma, que mi mejor amigo pertenecía a una familia de testigos de Jehová, cuestión tal vez nimia y sin importancia, pues un niño qué va a saber de religión. Sin embargo, los niños siempre quedan inmiscuidos en una cultura obligada; es la familia quien los fuerza a iniciarse en una forma de pensar determinada y por supuesta en las creencias. Es una cultura dada y no hay cómo hacerse a un lado: situación de la cual nadie puede quejarse aunque sí después arrepentirse y adoptar otras opciones. Pero el caso es que esa mañana me levanté muy temprano, la broma había cuajado y sólo faltaba que el reloj marcara la hora exacta para ir con mi amigo, planearlo todo y… Él vivía en la acera de enfrente. A un costado de su casa vivía una mujer entrada en años que había dedicado su vida, después de la muerte de su esposo, a recoger gatos de la calle; tenía ya alrededor de quince gatos: chatos, de cola ancha, de pelo corto, agresivos, dóciles, y lo que salía de la cruza constante de estos que cada vez invadían más las azoteas y los jardines que tomaban por areneros. Los vecinos se quejaba del olor a orines, de los llantos nocturnos como de niño, de las prendas de ropa desgarradas. Y todos estos problemas, principalmente el último, era parte de la gran broma, pues recuerdo que una tarde la madre de mi amigo discutía con la anciana de los gatos. La mujer reclamaba a la vieja las rasgaduras de una sabana blanca a la cual le habían quedado tatuadas las huellas de los animales. Discutieron varios minutos y la madre de mi amigo dijo: “pues yo no sé, pero que no le extrañe que les pase algo a sus gatos”. Yo y mi padre observábamos por la ventana. “Muy testículos de Jehová, y todos hermanitos, pero bien que tienen su carácter”, comentó mi padre. Y fue ese suceso parte primordial de la broma: Se me había ocurrido agarrar cuatro o cinco gatos y pintarlos con las tinturas que me habían sobrado de una maqueta del sistema solar, cuando todavía plutón era planeta, y dejar a los animales como banderas, después, haría una tarjeta (cuestión que no le contaría a mi amigo) donde diría que la culpable había sido la madre de mi amigo, claro que esta tarjeta llevaría la firma de la mujer y alguna frase como “yo se lo dije” o algo así. Esta tarjeta la metería por debajo de la puerta de la anciana y después me sentaría a esperar la gran pelea. Pero las cosas no siempre suceden como uno lo espera.
La hora exacta. Pedí permiso a mi madre para que me dejara salir a jugar, ella no podía decirme que no, pues me había sacado diez en la maqueta del sistema solar. Me puse una enorme chamarra donde iban ocultas las pinturas. Salí y crucé la calle. Toqué la puerta y la madre de mi amigo me invitó a pasar. “Se está bañando, pásate y lo esperas”, dijo la mujer. Entré, nunca había visto su casa por dentro, era agradable, acogedora, aunque los muebles eran escasos y viejos. Olía un poco a condimentos y a café de olla. Me senté en un sillón grande, tenía las manos dentro de las bolsas de la chamarra, allí estaban las pinturas que me quemaban los dedos y (acuciaban) mis ansias de comenzar a teñir gatos, ya sólo necesitaba a mi amigo para empezar. Saqué las manos de las bolsas, pues me vino la idea de que tal vez me veía muy sospechoso, y como era muy malo para mentir, no podría decir nada si la mujer me preguntaba qué era lo traía allí. Tomé una revista que estaba sobre la mesa de centro e comencé a hojearla. “Ésa es muy bonita”, dijo la mujer, y yo asentí con la cabeza. Se sentó junto a mí. Me quitó la revista y la abrió en una página específica. “Mira, este artículo es para los niños, para que estén en paz con Jehová”, dijo. “¿Para hacerse testículo de Jehová?”, pregunté imitando las palabras de mi padre. La señora abrió los ojos como si se hubiese quedado sin párpados. Me sentí nervioso, angustiado, aunque no me quedaba claro qué problema era tan grave. “Es una falta de respeto”, dijo la mujer pronunciando las palabras con tal fuerza que pensé que iba a devorarme. En ese instante salió mi amigo con el cabello mojado y le dijo a la mujer de las fauces como cuevas (agrestes) que si podíamos salir a jugar.
Fuimos apresados, “No pueden salir hasta que no me digan todos los libros de la Biblia”. Entonces ella los decía y nosotros teníamos que repetirlos una y otra vez. Después pasó a citas directas que teníamos que retener en la memoria y decirlas con las palabras exactas. Así pasaron por lo menos tres horas. “Si me dicen todo lo que les enseñé, pueden irse a jugar”, dijo finalmente. “Y todo eso nomás pa’ salir a jugar”, le dije a la señora y me volvió echar un par de ojos pesados encima. Fueron horas largas, de sufrimiento, horas eternas que satisfacían la necesidad de una mujer que creía en la debilidad de los niños, no como seres que deben ser cuidados y orientados, sino como pequeñas máquinas de memorizar y repetir que deben ser como ella cree que deben ser. Mi amigo no podía salvarse, pues era la madre que le había tocado, pero yo qué culpa tenía; por qué debía aprender cosas que ni entendía ni me interesaban. Yo sólo quería ser niño, el de la gran travesura, quería ser hasta donde mi creatividad me permitiera ser el mejor, pero me cayó el tormento de la Biblia encima y la broma se quedó sólo en un recuerdo.
Ahora que lo pienso, ese fue el primer día que me percaté que existen padres que hacen de sus hijos títeres que repiten textualmente la Biblia: niños que no juegan, que no tienen permitida la libertad de crear e inventar, aunque sólo se trate de bromas. ¿Cómo puede sustituirse la experiencia de la vida por la repetición de palabras que para un niño están vacías? El mundo es redondo, pero cuando se es niño se le quieren encontrar las esquinas, y es allí, es en esa búsqueda donde la vida comienza a tomar su significado, donde el mundo se experimenta hasta lo más profundo de la carne, es allí y no en la Biblia, pues ésta ya tiene las esquinas bien delimitadas. Pero este pensamiento surgió hasta ahora, pues ese día llegué a mi casa un poco triste, aburrido y me sentía culpable sin saber por qué.
Una semana después mi amigo se mudó de allí. Me sentí muy mal porque pensé que se había ido por culpa de mis palabras, de aquello que dije y tanto le había molestado a su madre. Mi padre y yo mirábamos por la ventana como el camión de mudanzas se alejaba, “Con este pinche olor a orines, hasta yo me iba con ellos”, dijo mi padre. Y sentí como la culpa se bajaba de mis hombros.
Debo aclarar, antes de contar de qué se trataba la broma, que mi mejor amigo pertenecía a una familia de testigos de Jehová, cuestión tal vez nimia y sin importancia, pues un niño qué va a saber de religión. Sin embargo, los niños siempre quedan inmiscuidos en una cultura obligada; es la familia quien los fuerza a iniciarse en una forma de pensar determinada y por supuesta en las creencias. Es una cultura dada y no hay cómo hacerse a un lado: situación de la cual nadie puede quejarse aunque sí después arrepentirse y adoptar otras opciones. Pero el caso es que esa mañana me levanté muy temprano, la broma había cuajado y sólo faltaba que el reloj marcara la hora exacta para ir con mi amigo, planearlo todo y… Él vivía en la acera de enfrente. A un costado de su casa vivía una mujer entrada en años que había dedicado su vida, después de la muerte de su esposo, a recoger gatos de la calle; tenía ya alrededor de quince gatos: chatos, de cola ancha, de pelo corto, agresivos, dóciles, y lo que salía de la cruza constante de estos que cada vez invadían más las azoteas y los jardines que tomaban por areneros. Los vecinos se quejaba del olor a orines, de los llantos nocturnos como de niño, de las prendas de ropa desgarradas. Y todos estos problemas, principalmente el último, era parte de la gran broma, pues recuerdo que una tarde la madre de mi amigo discutía con la anciana de los gatos. La mujer reclamaba a la vieja las rasgaduras de una sabana blanca a la cual le habían quedado tatuadas las huellas de los animales. Discutieron varios minutos y la madre de mi amigo dijo: “pues yo no sé, pero que no le extrañe que les pase algo a sus gatos”. Yo y mi padre observábamos por la ventana. “Muy testículos de Jehová, y todos hermanitos, pero bien que tienen su carácter”, comentó mi padre. Y fue ese suceso parte primordial de la broma: Se me había ocurrido agarrar cuatro o cinco gatos y pintarlos con las tinturas que me habían sobrado de una maqueta del sistema solar, cuando todavía plutón era planeta, y dejar a los animales como banderas, después, haría una tarjeta (cuestión que no le contaría a mi amigo) donde diría que la culpable había sido la madre de mi amigo, claro que esta tarjeta llevaría la firma de la mujer y alguna frase como “yo se lo dije” o algo así. Esta tarjeta la metería por debajo de la puerta de la anciana y después me sentaría a esperar la gran pelea. Pero las cosas no siempre suceden como uno lo espera.
La hora exacta. Pedí permiso a mi madre para que me dejara salir a jugar, ella no podía decirme que no, pues me había sacado diez en la maqueta del sistema solar. Me puse una enorme chamarra donde iban ocultas las pinturas. Salí y crucé la calle. Toqué la puerta y la madre de mi amigo me invitó a pasar. “Se está bañando, pásate y lo esperas”, dijo la mujer. Entré, nunca había visto su casa por dentro, era agradable, acogedora, aunque los muebles eran escasos y viejos. Olía un poco a condimentos y a café de olla. Me senté en un sillón grande, tenía las manos dentro de las bolsas de la chamarra, allí estaban las pinturas que me quemaban los dedos y (acuciaban) mis ansias de comenzar a teñir gatos, ya sólo necesitaba a mi amigo para empezar. Saqué las manos de las bolsas, pues me vino la idea de que tal vez me veía muy sospechoso, y como era muy malo para mentir, no podría decir nada si la mujer me preguntaba qué era lo traía allí. Tomé una revista que estaba sobre la mesa de centro e comencé a hojearla. “Ésa es muy bonita”, dijo la mujer, y yo asentí con la cabeza. Se sentó junto a mí. Me quitó la revista y la abrió en una página específica. “Mira, este artículo es para los niños, para que estén en paz con Jehová”, dijo. “¿Para hacerse testículo de Jehová?”, pregunté imitando las palabras de mi padre. La señora abrió los ojos como si se hubiese quedado sin párpados. Me sentí nervioso, angustiado, aunque no me quedaba claro qué problema era tan grave. “Es una falta de respeto”, dijo la mujer pronunciando las palabras con tal fuerza que pensé que iba a devorarme. En ese instante salió mi amigo con el cabello mojado y le dijo a la mujer de las fauces como cuevas (agrestes) que si podíamos salir a jugar.
Fuimos apresados, “No pueden salir hasta que no me digan todos los libros de la Biblia”. Entonces ella los decía y nosotros teníamos que repetirlos una y otra vez. Después pasó a citas directas que teníamos que retener en la memoria y decirlas con las palabras exactas. Así pasaron por lo menos tres horas. “Si me dicen todo lo que les enseñé, pueden irse a jugar”, dijo finalmente. “Y todo eso nomás pa’ salir a jugar”, le dije a la señora y me volvió echar un par de ojos pesados encima. Fueron horas largas, de sufrimiento, horas eternas que satisfacían la necesidad de una mujer que creía en la debilidad de los niños, no como seres que deben ser cuidados y orientados, sino como pequeñas máquinas de memorizar y repetir que deben ser como ella cree que deben ser. Mi amigo no podía salvarse, pues era la madre que le había tocado, pero yo qué culpa tenía; por qué debía aprender cosas que ni entendía ni me interesaban. Yo sólo quería ser niño, el de la gran travesura, quería ser hasta donde mi creatividad me permitiera ser el mejor, pero me cayó el tormento de la Biblia encima y la broma se quedó sólo en un recuerdo.
Ahora que lo pienso, ese fue el primer día que me percaté que existen padres que hacen de sus hijos títeres que repiten textualmente la Biblia: niños que no juegan, que no tienen permitida la libertad de crear e inventar, aunque sólo se trate de bromas. ¿Cómo puede sustituirse la experiencia de la vida por la repetición de palabras que para un niño están vacías? El mundo es redondo, pero cuando se es niño se le quieren encontrar las esquinas, y es allí, es en esa búsqueda donde la vida comienza a tomar su significado, donde el mundo se experimenta hasta lo más profundo de la carne, es allí y no en la Biblia, pues ésta ya tiene las esquinas bien delimitadas. Pero este pensamiento surgió hasta ahora, pues ese día llegué a mi casa un poco triste, aburrido y me sentía culpable sin saber por qué.
Una semana después mi amigo se mudó de allí. Me sentí muy mal porque pensé que se había ido por culpa de mis palabras, de aquello que dije y tanto le había molestado a su madre. Mi padre y yo mirábamos por la ventana como el camión de mudanzas se alejaba, “Con este pinche olor a orines, hasta yo me iba con ellos”, dijo mi padre. Y sentí como la culpa se bajaba de mis hombros.
Mario Sánchez
1 comentario:
En ambas intervenciones, muy sabias la palabras de tu padre. Éste spot, a pesar de lo crudo de la situación y lo lamentable por mutilar tu brillante y cruel fechoría, me arranco un par de sonrisas. Como siempre es un placer leerte.
Saludos.
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