Después de la primera guerra mundial (¿ocurrencia de dios?) los ingleses habían quedado en una posición económica deplorable. Los irlandeses inmigraron a Inglaterra y se vendían, como mano de obra, por míseras cantidades de dinero. Los judíos eran los dueños de los medios de producción y explotaban a los trabajadores. Recordemos que en esta época, llamada “Periodo entre guerras”, surgieron movimientos importantes como el fascismo. Bueno, sin más "choro" histórico, éste es el resumen del contexto donde se desarrolla la película Liam del director Stephen Frears.
Liam Sullivan es un niño de siete años que se está preparando para su primera comunión. Quien lo educa es una mujer entrada en años, cristiana ortodoxa, con la piel arrugada, el ceño fruncido, gesto adusto, ojos que espejean el horror del mundo…, es decir, una de esas viejitas que uno no quisiera encontrarse cuando se va la luz. Por otro lado, un sacerdote apoya a esta mujer y funge como asesor espiritual de aquellos niños que al igual que Liam buscan la educación necesaria para realizar su primera comunión. Se trata de un hombre con ese aspecto que uno se imagina cuando recuerda a los prelados de la novela Rojo y negro de Stendhal; hombre aterrador, como si se tratara de una imagen heredada por las altas jerarquías eclesiásticas del medievo. Y son estos tan peculiares y tan vistos personajes los que inculcan en Liam el valor del miedo, y digo miedo como valor porque, en esta película, el miedo funciona como principio para el buen comportamiento humano, para inventar a la persona moralmente correcta y obediente a los fundamentos religiosos. Estos personajes invocan el miedo con cosas como: “Piensen en el fuego más caliente que hayan visto, pues no es nada comparado con el fuego del infierno. El fuego del infierno es un millón de veces más caliente que en la tierra, y estarán ahí, todo su cuerpo estará ahí quemándose para siempre en el fuego del infierno”, todo dicho con voz imperativa en un salón lleno de niños que no rebasan la edad de nueve años.
Sabemos que cada época y cada sociedad tiene sus propias formas de educar a los niños. En el caso de esta película la enseñanza gira en torno al miedo que se le debe tener a dios: ese dios vengativo que nos observa como francotirador y espera a que hagamos un movimiento en falso para jalar del gatillo y enviarnos a la rosticería del infierno; ese dios que no nos permite la libertad de juicio, porque cualquier pensamiento fuera de los preceptos canónicos establecidos es una forma de acercarse al umbral del infierno. Ahora, imaginemos que hay personas que se creen elegidas por ese dios e intentan regir la vida y atemorizar a un niño de siete años.
Establecer valores para llevar a cabo la convivencia social es un acto inherente al ser humano. Es incuestionable que en este juego de las sociedades surge el hombre inteligente que responde en beneficio del conjunto de seres humanos en el cual se encuentra inserto. Sin embargo, obligar a la infancia a ser en un futuro hombres de buen diezmo no es sino poner un dique a la inteligencia del hombre y fomentar la avaricia inconmensurable de la iglesia; avaricia que se aleja de sólo el poder monetario, pues es el poder por el poder mismo, al puro estilo maquiavélico. Sujetos arredrados por el miedo, personas que aportan igual de su bolsillo que de su voluntad, para finalmente quedar enajenados y atemorizados por una iglesia abotagada de poder y monedas.
Liam Sullivan es un niño de siete años que se está preparando para su primera comunión. Quien lo educa es una mujer entrada en años, cristiana ortodoxa, con la piel arrugada, el ceño fruncido, gesto adusto, ojos que espejean el horror del mundo…, es decir, una de esas viejitas que uno no quisiera encontrarse cuando se va la luz. Por otro lado, un sacerdote apoya a esta mujer y funge como asesor espiritual de aquellos niños que al igual que Liam buscan la educación necesaria para realizar su primera comunión. Se trata de un hombre con ese aspecto que uno se imagina cuando recuerda a los prelados de la novela Rojo y negro de Stendhal; hombre aterrador, como si se tratara de una imagen heredada por las altas jerarquías eclesiásticas del medievo. Y son estos tan peculiares y tan vistos personajes los que inculcan en Liam el valor del miedo, y digo miedo como valor porque, en esta película, el miedo funciona como principio para el buen comportamiento humano, para inventar a la persona moralmente correcta y obediente a los fundamentos religiosos. Estos personajes invocan el miedo con cosas como: “Piensen en el fuego más caliente que hayan visto, pues no es nada comparado con el fuego del infierno. El fuego del infierno es un millón de veces más caliente que en la tierra, y estarán ahí, todo su cuerpo estará ahí quemándose para siempre en el fuego del infierno”, todo dicho con voz imperativa en un salón lleno de niños que no rebasan la edad de nueve años.
Sabemos que cada época y cada sociedad tiene sus propias formas de educar a los niños. En el caso de esta película la enseñanza gira en torno al miedo que se le debe tener a dios: ese dios vengativo que nos observa como francotirador y espera a que hagamos un movimiento en falso para jalar del gatillo y enviarnos a la rosticería del infierno; ese dios que no nos permite la libertad de juicio, porque cualquier pensamiento fuera de los preceptos canónicos establecidos es una forma de acercarse al umbral del infierno. Ahora, imaginemos que hay personas que se creen elegidas por ese dios e intentan regir la vida y atemorizar a un niño de siete años.
Establecer valores para llevar a cabo la convivencia social es un acto inherente al ser humano. Es incuestionable que en este juego de las sociedades surge el hombre inteligente que responde en beneficio del conjunto de seres humanos en el cual se encuentra inserto. Sin embargo, obligar a la infancia a ser en un futuro hombres de buen diezmo no es sino poner un dique a la inteligencia del hombre y fomentar la avaricia inconmensurable de la iglesia; avaricia que se aleja de sólo el poder monetario, pues es el poder por el poder mismo, al puro estilo maquiavélico. Sujetos arredrados por el miedo, personas que aportan igual de su bolsillo que de su voluntad, para finalmente quedar enajenados y atemorizados por una iglesia abotagada de poder y monedas.
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