Ya en un texto anterior hablé sobre la primera comunión de Liam Sullivan, y bien es sabido que cada cosa que se escribe o lee arroja un pre-texto para llevar a cabo otro texto. Y así fue como sucedió, y fui a escudriñar en las esquinas de mi recuerdo y desempolvé una historia personal:
Tenía diez años y aún me permitía, con base en la inocencia que todo lo carga de una lógica alterna, recibir las sorpresas que lo circundante me echaba encima. Me sentía Sofía disfrutando de su mundo, donde el conejo del sombrero es el esplendor de lo mágico, aquello que permitimos que nos sorprenda. Cuando se es niño, cada noche se olvida la existencia del sol y a la mañana siguiente se tiene una experiencia sublime (como un recuerdo arcaico), pues se está frente a una nueva bola de fuego que horada el cielo. Los detalles nimios eran los vástagos de mi necesidad de conocer y, como pies de planta nobilísima, me nacían las ideas para comenzar a preguntarme acerca de este mundo. No me interesaba saber qué era el monoteísmo o la enajenación religiosa; ni la guerra o los intereses económicos; ni la pobreza o la lucha de clases; ni los embarazos no deseados o la conciencia del uso del condón; ni todo aquello que son los demonios del hombre adulto y la sociedad; todo aquello que no existe en las fábulas de la infancia. Simplemente, quería asirme del mundo y construir una realidad.
Pero las cosas cambiaron. Mi madre preguntó sin reservas: “Quién quiere hacer su primera comunión”. Y estoy seguro que en ese momento no cayó sobre mí la desesperanza, sino un dejo de responsabilidad amarga que planteaba mi primera decisión social que indudablemente me perseguiría toda la vida, así es que, como mi padre era ateo y mi madre católica, y sin lugar a dudas yo estaba más apegado a la imagen paterna y me daba flojera acudir cada fin de semana a catecismo, decidí inclinarme por una negativa. Trataron de convencerme con la suntuosidad que dicha celebración ofrecía, pero mi decisión fue férrea y con el tesón de un hombre de alta calidad militar respondí: “No, señor, no quiero.” Mi hermano tenía ocho años y respondió: “sí”, se veía emocionado, y ahora que lo pienso, tengo la certeza de que no se trataba sino de una emoción efímera que nacía como producto de la ilusión de una enorme fiesta y de satisfacer los deseos católicos de mi madre.
Transcurrió un año y el gran día llegó. Toda la familia nos levantamos desde muy temprano. Yo estaba tan adormilado que ni siquiera recuerdo si había sol o era la luna quien enrojecía su plata en mis ojos rojos y adormecidos. Vestimos los mejores trapos que habían sido elegidos cautelosamente desde días atrás. Salimos de casa, pasamos a la casa de quienes serían los padrinos y de allí partimos hacia la iglesia. La iglesia era un pentágono enorme con un techo en forma de cúpula, en la parte más alta había una cruz a medio terminar, es decir, un rectángulo vertical de cemento. Todo el color de la construcción era gris, había varillas que sobresalían de la parte más alta de las columnas. Nada estaba resanado, todas las paredes tenían esa textura agreste de los cerros vistos de lejos, era, simplemente, un templo en obra negra. Antes de que abrieran las puertas y todos lo invitados entraran, me asomé por una puerta lateral. El retablo era tristísimo, todo aún del color del cemento con un cristo pequeño que colgaba de un clavo y frente a él una mesa con un mantel blanco y dos cirios enormes a los costados. Las bancas no eran sino sillas plegables. En las paredes de las naves laterales había algunos nichos ocupados por pequeñas figuras de santos maltratados.
La misa inició. Mi padre y yo nos quedamos en el patio esperando a que todo concluyera. “A ver si así como cobran se apuran a terminarla”, dijo él y yo no entendí a que se refería. Fuimos al mercado que quedaba a un costado de la iglesia; compramos dos jugos de naranja en bolsa y regresamos con el miedo de que si ya había terminado la misa y mi madre no nos veía ahí cuando saliera, entonces si se iba a poner bueno. Llegamos a tiempo y aun esperamos más de media hora. En el patio de la iglesia estaba estacionado un auto que brillaba como si no tuviera ni cinco minutos de haber sido pulido. Mi padre lo miró y dijo: “Esto de ser padrecito sí deja”. A mí me dio mucha risa y miré ese haiga allí estacionado, lujoso de punta a punta, la envidia en cuatro ruedas de muchos que no viven de las limosnas, sino del trabajo diario. Salieron todos de la misa, mi madre nos llamó para tomar la fotografía del recuerdo (esa que se cuelga en la sala y años después termina en un cuarto oscuro de la casa), todos nos acomodamos a los costados del sacerdote y sonreímos.
Más de diez años después, antes de escribir esto, decidí dar una vuelta por esa misma iglesia; paso con frecuencia por allí, pero la mayoría de las veces sin observarla. Así es que fui y me percaté de que todo sigue igual, la iglesia a medio construir, de color gris opaco y emitiendo esa frialdad del cemento. Sin embargo, el retablo ha cambiado, ahora el cristo es más grande, más grandes las heridas, la corona de espinas, la sangre y el miedo. Ya los nichos están ocupados por santos de gran tamaño que se ve son limpiados con frecuencia. En la puerta de la entrada hay un anuncio que dice que se debe recordar la importancia de las limosnas, pues éstas sirven para mantener y mejorar el templo, porque la casa de dios es la casa de todos sus hijos. Inmediatamente, después de leer esto, busqué en el patio de la iglesia un auto lujoso que fuera la gran muestra de la hipocresía, pero nada. Pensé, decepcionado, que lo que yo suponía era falso, que en realidad las limosnas se iban a las obras de caridad antes de ser invertidas en el templo. Por un lado, este pensamiento me hizo sentir tranquilo, pero a la vez me sentí preocupado porque ahora la hipótesis con la que me surgió la ideas de este texto se había extinguido. “Ni modo, a escribir otra cosa”, me dije. Y justo cuando puse el primer pie fuera del patio de la iglesia, junto a mí pasó un auto negro, de esos que tienen en la punta del cofre un felino, me le quedé mirando, se estacionó y de él bajó un sacerdote, era el mismo pero diez años más viejo, y estoy seguro de que era él porque en este momento tengo en las manos la fotografía de la primera comunión de mi hermano.
Ahora sé a qué se refería mi padre cuando me dijo que “a ver si así como cobran se apuran a terminarla”, y podría responderle que una iglesia no se construye en más de diez años, y menos cuando un sacerdote necesita transportarse en automóviles lujosos.
Tenía diez años y aún me permitía, con base en la inocencia que todo lo carga de una lógica alterna, recibir las sorpresas que lo circundante me echaba encima. Me sentía Sofía disfrutando de su mundo, donde el conejo del sombrero es el esplendor de lo mágico, aquello que permitimos que nos sorprenda. Cuando se es niño, cada noche se olvida la existencia del sol y a la mañana siguiente se tiene una experiencia sublime (como un recuerdo arcaico), pues se está frente a una nueva bola de fuego que horada el cielo. Los detalles nimios eran los vástagos de mi necesidad de conocer y, como pies de planta nobilísima, me nacían las ideas para comenzar a preguntarme acerca de este mundo. No me interesaba saber qué era el monoteísmo o la enajenación religiosa; ni la guerra o los intereses económicos; ni la pobreza o la lucha de clases; ni los embarazos no deseados o la conciencia del uso del condón; ni todo aquello que son los demonios del hombre adulto y la sociedad; todo aquello que no existe en las fábulas de la infancia. Simplemente, quería asirme del mundo y construir una realidad.
Pero las cosas cambiaron. Mi madre preguntó sin reservas: “Quién quiere hacer su primera comunión”. Y estoy seguro que en ese momento no cayó sobre mí la desesperanza, sino un dejo de responsabilidad amarga que planteaba mi primera decisión social que indudablemente me perseguiría toda la vida, así es que, como mi padre era ateo y mi madre católica, y sin lugar a dudas yo estaba más apegado a la imagen paterna y me daba flojera acudir cada fin de semana a catecismo, decidí inclinarme por una negativa. Trataron de convencerme con la suntuosidad que dicha celebración ofrecía, pero mi decisión fue férrea y con el tesón de un hombre de alta calidad militar respondí: “No, señor, no quiero.” Mi hermano tenía ocho años y respondió: “sí”, se veía emocionado, y ahora que lo pienso, tengo la certeza de que no se trataba sino de una emoción efímera que nacía como producto de la ilusión de una enorme fiesta y de satisfacer los deseos católicos de mi madre.
Transcurrió un año y el gran día llegó. Toda la familia nos levantamos desde muy temprano. Yo estaba tan adormilado que ni siquiera recuerdo si había sol o era la luna quien enrojecía su plata en mis ojos rojos y adormecidos. Vestimos los mejores trapos que habían sido elegidos cautelosamente desde días atrás. Salimos de casa, pasamos a la casa de quienes serían los padrinos y de allí partimos hacia la iglesia. La iglesia era un pentágono enorme con un techo en forma de cúpula, en la parte más alta había una cruz a medio terminar, es decir, un rectángulo vertical de cemento. Todo el color de la construcción era gris, había varillas que sobresalían de la parte más alta de las columnas. Nada estaba resanado, todas las paredes tenían esa textura agreste de los cerros vistos de lejos, era, simplemente, un templo en obra negra. Antes de que abrieran las puertas y todos lo invitados entraran, me asomé por una puerta lateral. El retablo era tristísimo, todo aún del color del cemento con un cristo pequeño que colgaba de un clavo y frente a él una mesa con un mantel blanco y dos cirios enormes a los costados. Las bancas no eran sino sillas plegables. En las paredes de las naves laterales había algunos nichos ocupados por pequeñas figuras de santos maltratados.
La misa inició. Mi padre y yo nos quedamos en el patio esperando a que todo concluyera. “A ver si así como cobran se apuran a terminarla”, dijo él y yo no entendí a que se refería. Fuimos al mercado que quedaba a un costado de la iglesia; compramos dos jugos de naranja en bolsa y regresamos con el miedo de que si ya había terminado la misa y mi madre no nos veía ahí cuando saliera, entonces si se iba a poner bueno. Llegamos a tiempo y aun esperamos más de media hora. En el patio de la iglesia estaba estacionado un auto que brillaba como si no tuviera ni cinco minutos de haber sido pulido. Mi padre lo miró y dijo: “Esto de ser padrecito sí deja”. A mí me dio mucha risa y miré ese haiga allí estacionado, lujoso de punta a punta, la envidia en cuatro ruedas de muchos que no viven de las limosnas, sino del trabajo diario. Salieron todos de la misa, mi madre nos llamó para tomar la fotografía del recuerdo (esa que se cuelga en la sala y años después termina en un cuarto oscuro de la casa), todos nos acomodamos a los costados del sacerdote y sonreímos.
Más de diez años después, antes de escribir esto, decidí dar una vuelta por esa misma iglesia; paso con frecuencia por allí, pero la mayoría de las veces sin observarla. Así es que fui y me percaté de que todo sigue igual, la iglesia a medio construir, de color gris opaco y emitiendo esa frialdad del cemento. Sin embargo, el retablo ha cambiado, ahora el cristo es más grande, más grandes las heridas, la corona de espinas, la sangre y el miedo. Ya los nichos están ocupados por santos de gran tamaño que se ve son limpiados con frecuencia. En la puerta de la entrada hay un anuncio que dice que se debe recordar la importancia de las limosnas, pues éstas sirven para mantener y mejorar el templo, porque la casa de dios es la casa de todos sus hijos. Inmediatamente, después de leer esto, busqué en el patio de la iglesia un auto lujoso que fuera la gran muestra de la hipocresía, pero nada. Pensé, decepcionado, que lo que yo suponía era falso, que en realidad las limosnas se iban a las obras de caridad antes de ser invertidas en el templo. Por un lado, este pensamiento me hizo sentir tranquilo, pero a la vez me sentí preocupado porque ahora la hipótesis con la que me surgió la ideas de este texto se había extinguido. “Ni modo, a escribir otra cosa”, me dije. Y justo cuando puse el primer pie fuera del patio de la iglesia, junto a mí pasó un auto negro, de esos que tienen en la punta del cofre un felino, me le quedé mirando, se estacionó y de él bajó un sacerdote, era el mismo pero diez años más viejo, y estoy seguro de que era él porque en este momento tengo en las manos la fotografía de la primera comunión de mi hermano.
Ahora sé a qué se refería mi padre cuando me dijo que “a ver si así como cobran se apuran a terminarla”, y podría responderle que una iglesia no se construye en más de diez años, y menos cuando un sacerdote necesita transportarse en automóviles lujosos.
Mario Sánchez
4 comentarios:
Excelente texto. Enhorabuena.
Basarse en la sola razón para llegar a los fundamentos del ser humano? Bueno sigan buscando eso en algo límitado y contingente como la razón humana. Eso es ser pretensioso. La razón humana tiene grandes logros, pero también grandes errores. No soy un protestante que cree que la razón es totalmente inservible y dañada, creo en la gran capacidad de la razón. No obstante, confiar todo a la razón? Y que eso sea más certero que la confianza en un Dios que le da sentido a la vida? Me parece absurdo. Respeto posiciones, las tolero, pero no acepto.
Saludos.
El problema es que no se anuncia que las limosnas efectivamente sirven, pero no para la manutención de la iglesia o para los fanáticos asiduos a ella o para las caridades que aparentemente realizan, sino para la manutención de quienes la promueven con supuestos actos de fe, que van de lujosos transportes a viajes al Caribe, para el disfrute y cumplimiento de sus fantasías pedófilas (digamos que eso es un supuesto jaja) “Dejad que los niños se acerque a mi”
Y ahora que te aferras al mundo, ¿cual es tu realidad? Apropósito de:
“Simplemente, quería asirme del mundo y construir una realidad”
Por cierto ¿Cuál es el pre-texto de este tu nuevo texto?
Y… ni una pregunta más
”Aquí” me gusta lo que escribes y sabes que así es.
Saludos
Ricardo: ¿es menos certera la razón que la "confianza" (Sic. por fe ciega)en un dios? Aún admitiendo los límites de la razón humana, lo que tú llamas confianza no es más que el afán desesperado de delegar la realidad a un ente sobrenatural. Si la razón tiene sus límites, la creencia irracional no tiene siquiera opción.
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